La puerta de Alcalá

El corazón se me salía del pecho al pisar suelo español, me estremecí hasta la médula con el estruendo de las turbinas, ese fragor que sonaba a canción.

Mientras caminaba por Barajas, dejé atrás las expectativas, el afán y la rutina. Con mi mochila al hombro y viajando en un subterráneo, me hice el firme propósito de vivir durante los próximos días bajo un nuevo mandamiento: “el aquí y el ahora”.

El sol se colaba entre las gradas de salida, dándome la bienvenida a la capital de la madre patria. Despacito trepé cada escalón para encontrarme cara a cara con un radiante cielo madrileño. Suspiré, sonreí, y seguí suspirando, me dejé seducir por el contraste cobalto y aceitunado, con la magnificencia de sus calles y avenidas, engalanadas con enormes cedros y arces. 

Don quijote y Sancho Panza

Me deshice del morral y decidí no tomar el metro, para dedicarme a recorrer “a pata” esta capital europea. Cada rincón me contó una historia, cada fuente era un homenaje, cada puerta era simplemente monumental. El mapa me acompañaba, pero no me guiaba, me dejé pues llevar por la curiosidad. Es así como terminé callejeando entre monumentos a Cervantes y García Lorca, haciendo selfies con Don Quijote y Sancho Panza, y parando en cada esquina encantadora. 

Mis pies me llevaron por callejones en los que cada balcón me sonreía, Madrid entero me sonreía. Yo misma no paraba de hacerlo al ver el garbo de las majas matritenses, vestidas de mantones, labios color carmesí y claveles en su pelo. Admiré también la gallardía de cada “chulapo”, llevando el rojo en la solapa y su tradicional parpusa. La ciudad entera sonreía, celebrando la fiesta de San Isidro, patrón de la ciudad.

Al llegar la tarde la brisa salió a pasear, trayendo consigo un par de nubarrones grises, presagio de una visita refrescante, para esa tarde de mayo, con ínfulas veraniegas. Un aguacero con sabor a zumo de naranja, se largó sobre Madrid. Transeúntes incautos escampaban bajo imponentes edificios, yo por mi parte, dejé que mi piel se humedeciera con sus gotas. Dejé que su agua me mojara el pelo y la ropa. Estando bajo la lluvia me sentí liviana, extasiada y casi tan hermosa como esta metrópoli.

Tanta emoción, hizo que mis extremidades no pidieran descanso, ellas reclamaban continuar el trote. Mi talón de Aquiles pedía seguir deambulando por bulevares vestidos de Acacias, árboles con flores blancas y aromas imperceptibles para los locales, pero embriagantes para mi olfato foráneo.

Deambulé por las calles y plazas, con la mirada alta, con la córnea enfocada en cada joya arquitectonica. Mirando hacia arriba, y no hacia el frente, me dejé hechizar por el encanto de cada edificación. Recordé a Clarita -mi profe de historia de arte- quien sin diapositivas ni enciclopedias, me llevó a recorrer mentalmente estas calles. En Madrid fui testigo de la perfección de un lenguaje arquitectonico, de estilo barroco, con matices de eclecticismo.

Mis papilas brincaban de curiosidad al recorrer el mercado de San Miguel, mientras sentía mi lengua empapada de saliva. Como una párvula, me detuve en cada rincón, a fisgonear y a probar cuanto manjar se exhibía. Deseé tener más hambre, y menos culpa gastronómica.

Me dejé llevar por los aromas y  colores, probando Montaditos, quesos, y patatas bravas. Me atreví a hacer un maridaje de Olivas, croquetas y una sangría con sabor a cielo y a vermut.

La tarde estaba a punto de morir, y todavía me faltaba mucho por descubrir, así que me subí a la parte más alta de un bus amarillo, para ver en una hora lo más emblemático de la ciudad: La Plaza de España, el Museo del Prado, el Matadero, la Gran vía, el Palacio Real, la Estación de Atocha.

Embelesada y estupefacta terminé el recorrido motorizado. Convencida de haberlo visto todo, seguí caminando por el centro histórico. Y fue frente a la Catedral de la Almudena, cuando perdí el aliento y dejé escapar un río de lágrimas. El repiquetear de sus campanas, su fachada y cada detalle de su estilo neoclásico, me abrumaron. Tuve algo cercano a un Déjà Vu, sentí como sí estuviera recorriendo mis propios pasos, como sí estuviera volviendo a este lugar que de alguna forma ya había sido mío. Me embargó un indescriptible sentimiento de pertenencia, una extraña emoción, incluso teniendo la certeza de que mis pies jamás habían pasado por este lugar.

Catedral de la Almudena

Y fue aquí cuando me di cuenta de que esto que estaba experimentando era también amor a primera vista. Lo supe por el revolotear de mariposas en mi panza, por el baile acelerado de mi corazón y por el inevitable encharcamiento de mis ojos. 

Cerré el día levitando y saboreando con un Rioja helado, a orillas del lago del Parque del Retiro. Dándome un último paseo por Madrid Río, un espacio verde y maravilloso con el que me alejo del bullicio, para encontrarme con el sigilo propio del peregrinaje, ese que me acompañará cuando tome mi lugar en ese vagón de tren para iniciar esta aventura “a pata”.

Cierro pues el día dándole gracias a mis pies por esos 40.000 y pico de pasos recorridos, por poder estar aquí y ahora. Cierro el día tarareando esa canción de mis años mozos, esa que volvió a mi mente justo al estar frente a esa majestuosa puerta….

“Acompaño a mi sombra por la avenida
Mis pasos se pierden entre tanta gente
Busco una puerta, una salida
Donde convivan pasado y presente
De pronto me paro, alguien me observa
Levanto la vista y me encuentro con ella
Y ahí está, ahí está, ahí está
Viendo pasar el tiempo, la puerta de alcalá
Miralá, míralá, miralá, míralá
La puerta de alcalá”

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