Llueve a cántaros, en esta tarde de plomo. Huyo y bajo el aguacero me alejo de mi casa, esa de baldosines antiguos, fachada angosta y puerta azul. Con cada zancada entre los charcos cargo el viejo continente a mi espalda, respiro angustia y derrota como si fuera Napoleón en Waterloo.
Los árboles empapados y cuasi desnudos de hojas me hacen pensar en su parecido con mis días, tan amarillentos y ajados. Las hojas marchitas crujen bajo mis converse blancos, esos que meses antes usaba para salir a caminar y no para huir.
Le doy vueltas al lago del Parque Brilschans, mientras el sonsonete de mi comadre da vueltas en mi mente.
“¿De qué se queja? deje la maricada, tiene todo lo que muchas quisieran, un esposo dedicado, un bebé precioso y una casa bonita.”
Odio repetir sus palabras bien intencionadas, pero escasas de empatía.
—Buaaaaa… buaaaa… buaaaa —escucho en la distancia un llanto de bebé. Pienso en el mío, de ojos redonditos, color cielo de verano. Ese ser de sesenta centímetros que llora como sí hubiera nacido bajo este aguacero.
Los juicios siguen rondando en mi mente y yo sigo dando vueltas al lago de aguas verdes, como si fuera un alma perdida. Cuando él berrea yo me como las uñas y media alacena. Cuando él llora me arranco a pedacitos el pellejo. Sus berridos y sus siestas cortas y ligeras me pintan con ojeras la piel.
Aquí, rodeada de álamos y sauces, recuerdo como esta mañana tuve que encerrarme, para no escucharlo más. Me tapaba los oídos con la almohada, temblaba y gritaba acurrucada, poseída por el espíritu de buena para nada.
Es mi culpa, yo escogí este rol, quise amarlo y tener todo bajo control.
Y heme aquí tan mojada como mi camiseta llena de leche desperdiciada y cagada como pañal de tela. Heme aquí tan inútil como mis tetas analfabetas, pintadas de estrías e hinchadas de calostro.
En el silencio y la soledad de este parque solo existo yo, con mis ganas de tirarme al lago. Pienso en mis utopías, en los planes de dar a luz a palo seco, metida en una tina de agua tibia, aguantando contracciones con la fuerza de la pacha mama.
De nada valieron el yoga prenatal y las sesiones mensuales de “aprendamos a lactar” y “parir para dummies”. En los que creí saber respirar, visualizar y controlar el dolor sin fármacos.
Pero nada, absolutamente nada, es como lo planeé.
Mi bebé llegó como se le dio la gana en una tarde soleada. Me tuvo tres días en vela con contracciones vigorosas, pero no lo suficientemente fuertes para expulsar su diminuto cuerpo de mis entrañas. Solo una inyección de pitocin pudo inducir el trabajo de parto. Di a luz tirada en una camilla, sudando frio, y no metida en una tina. Di a luz con la epidural en la médula y con el amor maternal anestesiado.
El llorriqueo de las nubes escurre por mi mejilla y se confunde con el mío. Miro la hora en mi celular y veo una foto de ese bebé en mi pantalla. Evoco con ternura ese “piel a piel” luego del alumbramiento. Cuando las parteras lo pusieron contra mi pecho para hacer bonding. Recuerdo el alivio y la paz, pero no recuerdo las mariposas en la panza, ni la chispa de amor instantáneo del que mi comadre habla.
Me enterneció ver a ese ser con diez deditos en manos y pies, bañado en meconio, con carita arrugada y calva de viejito.
—Pero y el amor dónde quedó? —le grito al universo.
La epidural de mierda me lo robó, me arrebató el parir como comadrona, me congeló medio cuerpo y también el sentir, me desvalijó el amor a primera vista y me atrofió el instinto maternal.
Mi llanto es ahora proporcional a la producción de ese líquido amarillento y mantequilloso, cocktail sagrado de mis entrañas para un ser dulce e indefenso.
Aprendí a espichar mis tetas como sí fueran hamburguesas, para que quepan en su boquita, pero la teoría se aleja de mi realidad.
Los pezones me sangran, mi bebé no sabe mamar y su boca inexperta se pierde en la inmensidad de mi pecho. No sé mirarlo con paciencia.
Ambos gritamos, mi chiquito de hambre y yo de impotencia mientras mi leche sale a chorros pero no llega a su boca.
Sé que lo quiero, porque cuando mi pedacito de vida se duerme en mis brazos parece un ángel con cabellos de oro. Me embriaga con su olor a miel y su piel tan suave como el vuelo de las mariposas. Pero mi querer es tan desequilibrado como esta borrasca, inestable como mis hormonas, voraz como ese gimoteo que a diario rompe mi sueño, suplicándome por ese happy hour de leche para el único cliente de este bar.
Repaso a diario posibles escapatorias: la tina tibia y una cuchilla, el botiquín entero, saltar al lago verde, la estufa abierta y el monóxido de carbono, pero el valor, al igual que la devoción me abandonaron ese primero de septiembre, cuando di a luz anestasiada. Soy incapaz de acabar con mi vida, como de dejar a ese bebito en manos de su padre o de su madrina.
No quiero que escampe, no quiero volver a entrar por esa puerta azul, ni encharcar los baldosines con mis tennis blancos enlodados. No quiero secarme, ni ponerme la máscara tras la que escondo esta maldita depresión. Cuando pase esa fachada angosta, me van a tildar de loca, de mala madre y me van a mandar fármacos para anestesiar este sentir.
Pero escampa y estoy de regreso al hogar, al escuchar mis pasos, mi bebé se despierta, mi olor a leche materna lo pone alerta. Su llanto es mi realidad, lo acuno en mis brazos, lo miro y ambos lloramos manteniendo viva nuestra tempestad.
Este texto hace parte de los Ejercicios de Escritura
Creativa, del curso de la Escuela de Escritores
de Madrid con Sara Jaramillo Klinkert
Wow mi morena hermosa, sentí cada palabra, pase por cada emoción en tu relato, sin haber vivido experiencia alguna, me llevaste a vivir esta historia. Gracias por compartir y ser tan tu con tus palabras. Me encantó
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