Mientras espero una conexión de tren para regresar a casa, recuerdo ese chismógrafo que hace poco pasó por mis manos y me detengo en una de las tantas preguntas: mi lugar favorito en el planeta.
Debo confesar que son los aeropuertos, ese lugar que encabeza mi lista.
El bochorno mezclado con aire acondicionado, el afán y la ansiedad, la adrenalina que hace latir corazones, los idiomas, la diversidad cultural, la decadencia y la sencillez, la nostalgia y la inmensa alegría. Todo en un sólo lugar.
Entre equipajes, pasaportes, azafatas y polícias aduaneros coexisten tantas historias, sentimientos, ilusiones y nuevos comienzos.
Esta fascinación empezó hace mucho tiempo, cuando apenas era una mocosa. En esa época ir a El Dorado era mi plan favorito, ir a recoger o a despedir al tío mochilero o a la familia que venía del Valle o de Estados Unidos era alucinante.
Más adelante fui yo la que se despidió y salió del país con un tanto de nostalgia y el correspondiente exceso de equipje por ir cargada de sueños. Despegué a probar un poco del tan anhelado sueño americano.
Al estar en los “yunaited” mi admiración por este lugar transmutó a melancolía por estar lejos de mi familia y mi primer amor.
Pasar cerca del aeropuerto de Newark me daba dolor en el pecho y unas ganas incontrolables de montarme en uno de esos aparatejos para volver a los brazos de mi amado de crespos castaños y ojitos de miel.
Luego, en la época de la universidad, el aeropuerto fue sinónimo de parrandas hasta el amanecer, bronceador y guayabos bajo palmeras y brisas caribeñas. Este espacio le dió cuna a innumerables leyendas, fortaleció lazos de amistad y por supuesto se encargó de engordar los álbumes de fotos.
El componente nostálgico volvió a mis ventitantos años, cuando me quedé con el corazón arrugado, despidiéndome de un arrocito en bajo que se fue pa’ Europa. En esa época odié hasta pasar por la 26, pues me traía de regreso ese desgarre emocional del que me costó un par de meses recuperarme.
Con la llegada de Europa a mi vida, también aterrizaron las maripositas amarillas de Gabo, ellas me acompañaron mas de un par de veces a recoger a mi “Don Quijote” cuando venía a visitarme. Obviamente el dolor de la partida siempre era más fuerte y las lágrimas y la angina emocional me acompañaban por varias semanas. Pero se desvanecían cada vez que un nuevo pasaje aparecía en el panorama viajero.
Pero como todo evoluciona, mi relación con el aeropuerto cambió, pues desde que partí al viejo continente y a los brazos de mi media guayaba esta fascinación se ha hecho más evidente.
Ahora, que vivo a este lado del charco, este espacio es sinónimo de reencuentros, abrazos apachurrados, volver a sentir el olor de mi tierra y tener cerquita a mi mamá.
Es así como hoy desde París, regresando desde Nueva York y de camino a mi hogar en Ámberes, me acomodo entre un africano, un asiático y un musulmán, y concluyo que este fetiche por los aeropuertos no es más que un sentimiento profundo de conexión con cada viajero y con las historias que viajan en cada equipaje.
Entendiendo que es este uno de los pocos lugares del mundo en los que hablar otro idioma, profesar otra religión y tener convicciones políticas contrarias no es sinónimo de discriminación.
Es este para mi el lugar más incluyente del mundo, dónde la xenofobia, el racismo, clasismo y demás “ismos” no tienen cabida. Todo lo contrario es aquí el lugar dónde la encantadora diversidad se convierte una virtud y no en un problema social.
Así pues le pido a la vida que sean muchas más las horas que pase en este, mi lugar predilecto, para recargarme de energía y sentirme cada día más ciudadana del mundo!