El día que apagaron la luz

Hoy completo 72 días en cuarentena, dos meses y 11 días yendo de la cama al living, 10 semanas desde ese viernes 13, en el que se decretó el aislamiento obligatorio en Bélgica. Aún recuerdo mi ansiedad al escuchar la noticia. Me paralicé, mientras las lágrimas desbordaban, y mi mente no paraba de hacer preguntas y crear posibles escenarios.

Salí de casa afanada, y mientras pedaleaba los 5 kilómetros hacia mi trabajo, podía respirar la incertidumbre y angustia colectiva presente en el ambiente. Estos sentimientos, se hicieron más fuertes cuando paré en el supermercado a comprar una ensalada para el medio día. Impávida, ví cómo la gente llenaba sus carritos de papel higiénico, pasta y productos no perecederos. La zozobra me invadió al encontrar estantes vacíos, y enfrentarme a mi falta de provisiones.

Ese día no me despegué de las noticias, quería estar al tanto de la evolución de las medidas de restricción y las cifras locales, que en ese entonces sumaban tan solo 171 contagios y 4 muertes.  

 

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El horario familiar-Archivo personal

Luego de una jornada laboral eterna y confusa, regresé a casa, y me senté con mis hijos a diseñar un horario de actividades diarias. Mi carácter controlador, y mi resistencia al cambio, querían asegurarse de que la estadía en casa no nos iba a dejar sin la consabida estructura diaria.

Paso seguido, me dediqué a enumerar varios pendientes: organizar cajones, imprimir el álbum de las últimas vacaciones, quitar papel de colgadura, pelar la pintura de las puertas, leer 3 libros, arreglar el jardín, meditar y ejercitarme diariamente, escribir, cocinar platos exóticos y hacer manualidades con los enanos.

Al terminar la lista -que sigue creciendo- sentí una infinita gratitud por esa oportunidad que tenía en frente. Estar en casa, y un tanto desprogramados, me generó pues, una inmensa paz mental. Poder vivir cada día sin afán y sin agenda, fue una bendición, que recibí complacida.

Disfrutar el aquí y el ahora en familia. Tener tiempo para almorzar juntos en la terraza, bajo tibios rayos de sol y siendo testigos de los primeros brotes de la primavera. Gozar de salud y estabilidad económica. Tener a disposición una casa grande y un jardin para mis hijos. Vivir en un país con un buen sistema de salud y seguridad social, y poder trabajar desde casa. Cuantiosas razones para sentirme afortunada, aún estando en medio de una crisis mundial.

Sobredosis de TV

Esta situación excepcional trajo consigo ideas extraordinarias, fue así como durante el primer  fin de semana en confinamiento, dejamos que nuestros hijos asumieran el rol de padres.  Para ellos una actividad lúdica, para nosotros un termómetro de cómo nos perciben como papás. Los pequeños durmieron en la cama matrimonial, se sirvieron su propio desayuno, decidieron también las (escasas) actividades a realizar y por supuesto el menú: Pizza, papas fritas estilo Belga, chocolate y pop corn.

Resultado del  experimento: un par de hijos dichosos, con sobredosis de TV y de pantalla, pero con cierta mesura en el consumo de dulces y golosinas. Esto fue una confirmación del sentido de responsabilidad de mis hijos, que se fueron a dormir con una hora más tarde de lo habitual, pero auto empijamados y con los dientes bien cepillados.

Y con este gracioso ensayo transcurrió  el primer fin de semana en lockdown. Al llegar el martes (porque el lunes no trabajo) comenzó el caos, con preguntas sin respuesta y mucha agitación. Respondiendo mails y llamadas, haciendo listas en excel y cancelando citas y reuniones en mi agenda. Aquí el positivismo seguía presente en el ambiente, y la novedad del encierro seguía teniendo su encanto.

En las semanas siguientes, mi horario de 9 a 5 se convirtió en un híbrido entre teletrabajo, clases y tareas de primaria, chats de whatsapp, titulares con las cifras de contagios y una que otra visita a la despensa. Al llegar el final de la tarde, retomaba la labor de madre, esposa, hija y hermana en la distancia.

Con media hora de ejercicio, una comida en familia y una copa de vino me despedía del día, para darle lugar al insomnio y la hiperconectividad desde mi sofá. Allí pasé horas leyendo noticias, fisgoneando redes sociales y chateando. Esa modorra, iba de la mano con la ambivalencia de sentirme segura quedándome en casa, y querer salir corriendo, para huir del aislamiento y el duelo colectivo.

El cambio es una constante

 

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Foto tomada de https://abilitynet.org.uk/

Hubo momentos en los que me sentí miserable, sin tener razones de peso para hacerlo. Me sentí desagradecida por no valorar mis privilegios y por quejarme de una realidad llena de prebendas. Me enfurecí  al hablar con familiares y amigos, que veían las medidas con respecto a esta pandemia como una exageración.

 

Buscando sosiego, descubrí mensajes empoderadores como el estoicismo cotidiano y las reflexiones de Borja Villaseca. De su mano entendí que el cambio es una constante y que juzgar es innecesario, pues cada quien interpreta la realidad -que es neutra- desde su propio filtro. 

Buscando un bálsamo para la monotonía y el encierro, seguí clases de baile (y hasta de pole),  me dediqué a contactar a varias personas que estaban presentes en la memoria, pero alejadas en la cotidianidad. Fue así como me reencontré con amigos de adolescencia, y me dieron las 5 de la mañana, hablando de astrología y temas esotéricos con mis compinches del colegio.

Y así, sin darme cuenta se terminó marzo, pasó abril y llegó mayo. Sin mayores novedades que las de la temerosa curva creciente, pasaron los días buenos y los malos. Pasaron las iniciativas de solidaridad para ayudar a los menos afortunados. Pasaron los conciertos en vivo, las videollamadas y las caminatas en el parque.

Pasaron todas esas noches, en las que registré en mi diario las cifras locales, y enumeré cada sentimiento que me generaba esta situación. En el futuro, recordaré a través de sus páginas el paso del tren de satélites de Elon Musk, la llamada inesperada con Mauricio Puerta, los aplausos de las 8 de la noche, el baile de Macarena con mis vecinas arrítmicas y las carcajadas de mis hijos viendo a Simon’s Cat.

Microscópico pero impetuoso

Cada extensión del confinamiento, trajo consigo una montaña rusa emocional. Mi falta de paciencia y dedicación, en las labores de madre y esposa chocaban con mi agenda laboral. Mi convicción -errónea- de que este aislamiento era la oportunidad perfecta para cumplir propósitos envejecidos, perdía fuerza con el pasar de los días.

Con ansiedad, irritabilidad e incertidumbre taché fechas el calendario. Me dejé llevar por ese llamado interior a ser súper productiva y me abordó la desilusión al ver como planes importantes se esfumaron de la agenda. Me quedé con las ganas de recibir a mi mamá de visita, de montar la exposición de arte de mi hermana, y de viajar por Europa del Este con mis amigas del alma.

El desajuste a la rutina diaria le dio lugar a la desidia y el sedentarismo. Esas ganas de no hacer y no emprender nada. Esa indolencia espiritual que amenazaba cada día con quedarse. Esa falta de concentración, que a veces sabía a profundo desgano.  

Este enemigo invisible llegó para alterar mi normalidad y la del planeta, trayendo consigo un repertorio de cuestionamientos y auto juicios. Llegó pisando fuerte, así como llegaron los 40 y la consabida middle life crisis.

Este adversario microscópico, modificó radicalmente eso que antes entendía como una “vida normal”, me obligó a quedarme en casa, a valorar lo esencial, a conectarme en vez de aislarme y a soñar con el final de este desasosiego.

Desde Wuhan con amor

 

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foto tomada de http://www.cam.ac.uk

Covid 19 es culpable de desestabilizar economías, agendas y proyectos. Gracias a su llegada las calles se inundan de máscaras y guantes, de rostros sin expresión. Es un invisible protagonista de historias de hambre y desempleo, y  es responsable de esa evasión global a la cercanía física. Viajó desde la lejana Wuhan para sembrar desconfianza, para establecer frialdad en los contactos y para generar  suspicacia en cada individuo que se atreva a traspasar el límite del metro y medio.

Este virus nos hizo comprender -a las malas- que el cambio es la única constante. A través de una clase virtual, nos obligó a compararnos con la inmensidad del cosmos, y darnos cuenta de lo  insignificante y vulnerables que somos, como especie, en el gran contexto universal. 

Hoy, cuando el confinamiento local llega a su fin, me sorprendo con los estragos: en un periodo de 10 semanas contagió en Bélgica a más de 57.000 habitantes y apagó las vidas de 9.200 personas. Covid 19 dejó sin empleo a más de un millón de personas y aumentó la cifras de violencia intrafamiliar en un 35%.

Con todo lo anterior, vale la pena mencionar las pocas bendiciones que trajo este impalpable enemigo. Esta enfermedad le dio un respiro obligado y necesario a nuestro planeta. Generó sentimientos de solidaridad y pertenencia, unió virtualmente a familias y sacudió la mentalidad del globo entero. 

El lunes, cuando este país, de más de 11 millones de habitantes, empiece a recuperar progresivamente “la normalidad”, no voy a extrañar las noticias, ni tampoco el encierro. No voy a extrañar la pereza, ni la ansiedad. No voy a extrañar los roces de la hiper convivencia en casa, o los días tristes e inciertos.

Lo que sí voy a extrañar es vivir la vida sin afán. Sin planes orquestados meses atrás. Me harán falta los chats por zoom, el contacto a diario con mis vecinos, y las llamadas hasta la madrugada.  Voy a echar de menos esa conexión emocional que se fortaleció en la distancia. Me van a hacer falta los almuerzos en familia, las llamadas a diario con mi mamá y mi hermana, las tardes de juegos de mesa y repostería, y todos y cada uno de esos vínculos que renacieron gracias a la virtualidad.

Se pasaron 10 semanas, en un abrir y cerrar de ojos, y me quedé con las ganas de aplicar las enseñanzas los estoicos es decir, de asumir las dificultades con fortaleza, serenidad, aceptación y resiliencia. Espero NO tener otra oportunidad semejante para aprender esa lección, espero poder aplicar las enseñanzas de Zenón mientras vivo esta nueva realidad, interactuando con tapabocas, bailando a metro y medio, queriendo abrazar y estando de nuevo en contacto con ese mundo que jamás será igual.

 

“Ya llegó el día en que estemos juntos
Haciendo todo a pesar del mundo
Paralizando la tierra
El día que apagaron la luz”
Sui Generis

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8 thoughts on “El día que apagaron la luz

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  1. Qué buena crónica !!!! Me siento identificado con tus sentimientos; interpretas la realidad de la crisis de la misma forma en que la he sentido.

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  2. Como me identifico con tus letras! Es un sentimiento compartido, gracias por dejarnos leerte! Abrazo virtual!

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      1. Mi Pao, espero que hyas viajado de regreso a este espacio, que siempre tendra la puerta azul abierta para recibir de regreso a mis ilustres visitantes.

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  3. Me encantó Angie !!! No pudiste describir mejor todo lo que sucede en medio de esta Crisis. Un abrazo 🤗

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