«Ring… riing… riiing», salté de la cama como un resorte, eran las cinco de la madrugada del lunes dieciséis de mayo. Salí en pijama y en chanclas, cubierta por el manto del silencio y la oscuridad. Iba decidida a cazar el momento cumbre de un eclipse en Escorpión, pero el paisaje se había tragado la luna. Estuve inmóvil, como esperando un milagro en el firmamento, mientras el canto de un gallo desafinado y el ladrido de un perro callejero fueron mi compañía.
Mientras buscaba el plenilunio, rogué para que la brisa disipara las nubes y mis miedos. Respiré, suspiré y oré de la única forma en la que supe hacerlo: sin pertenecer a ningún credo, invocando a esa energía universal y cósmica en la que creo.
Con el crepúsculo, volví a mi hotel. Sentí la fuerza de los astros que orbitaban con mi planeta azul. Decidí en ese momento creerles a los astrólogos, con sus presagios de renacer.
Cuando el cielo empezaba a pintarse de azul clarito, me dispuse a caminar los veintidós kilómetros que separan a Sarria de Portomarín. Iba con mi pecho acelerado y decorado con pepitas de colores, llevaba también manos y piernas como si fueran de mantequilla. Recorrí calles empinadas, buscando las primeras flechas amarillas, rastreando monolitos, contando pasos y latidos. Salí en ayunas, pues la curiosidad me adormeció el hambre.

Mi peregrinar de lunes lo dediqué a mi hija. Cada uno de mis pasos fue pensando en ella, mi pedazo de alma con talante de artista, mi chiquita de ojitos pícaros y coloreados de miel. Quise inspirarla a emprender sin miedo, a ser libre y coherente con su sentir.
Ella iba como un talismán hecho de arco iris. La llevé conmigo en mis palabras y también en ese collar de perlitas preciosas que me regaló antes de partir, una pequeña obra de bisutería, muestra infalible de su amor genuino.
Mis zancadas fueron, al principio, aceleradas. Al llegar al primer monolito, sentí una alegría inconmensurable al ver que desde ese punto exacto, me faltaban ciento trece kilómetros hasta mi meta: la catedral de Santiago de Compostela.
En mi andar, me acompañaron alas de mariposas, tan coloridas como mi collar. Caminé entre abetos y robles de formas excéntricas y mágicas, seres misteriosos y sabios, vestidos de musgo y raíces. Su imponente presencia en el camino me hizo sentir protagonista de un cuento de hadas.
Luego de recorrer un par de kilómetros, puse en mi credencial de peregrina el primer sello. Lo hice teniendo como testigo un castaño de tronco retorcido y venas de hierba. Su armazón de madera imperturbable parecía una escultura conectada con el centro de la madre tierra, que se mostraba como abuelo omnisciente de las historias y secretos del bosque.
Caminé y respiré, sin mirar el reloj ni el conteo de kilómetros en los mojones del camino, haciéndole así una jugada al cansancio. Percibí con cada pisada el relieve del suelo bajo mis pies y el misticismo de esta ruta jacobea, en la que cada una de mis huellas iba borrando los rastros de quienes, por siglos, me antecedieron.
Alrededor de las diez, mi estómago parecía un león rugiendo. Era hora de la primera pausa del día. Reposé las piernas mientras recargaba baterías con una tostada de tomate y un café. Una mirla, mi ave favorita, me acompañó en la labor mientras se comía las migajas de mi descanso.
Antes de retomar, vi en la pared del restaurante un afiche retro. Era un cartel de tonos rojos que honraba el año santo compostelano. Me conmovió la coincidencia, pues fue el mismo año en que nací. Mi sorpresa fue mayor al leer que el 2022 era también un año jacobeo, algo que solo sucede 14 veces cada siglo.
Al reiniciar mi transitar, me di cuenta de que las pepitas de mi collar habían quedado como migas de pan, extraviadas sobre el sendero. Con nostalgia aflojé un par de lágrimas y rogué para que cada perlita adquiriera el valor espiritual de un diamante o una esmeralda, para quien las encontrara.
Durante la ruta, tuve conversaciones cortas y profundas con otros colegas del transitar. Entre tantas personas apareció el primer ángel de carne y hueso. Iba caminando a mi propio ritmo, una hermosa mujer de curvas pronunciadas, piel color canela y ojos saltones. Noemí iba vestida con el color del cielo y su enorme sonrisa hizo que la saludara con el tradicional: “Buen camino”. Desde ahí no paramos de hablar. Tantas palabras hicieron que el cansancio se desvaneciera.
Caminamos codo a codo, ella con su bastón y yo a paso limpio. Almorzamos juntas y con cada relato nos dimos cuenta de que nos unían muchas similitudes. La más importante de todas: somos mellizas cósmicas, pues nacimos el mismo día de noviembre.

Noemí fue también la fotógrafa de la llegada al mojón de los cien kilómetros. Un recuerdo en píxeles, enmarcado con las colinas gallegas, pintado con los gigantes de Cervantes y con tantos tonos de verdes que me es imposible nombrarlos.
Al lado de mi primer angelito, desgasté mis zapatos de montañismo, recorriendo senderos destapados y carreteras, entre aldeas, granjas y campos de trigo. Pasamos y posamos frente a casas construidas como rompecabezas de piedra, en las que la naturaleza se ha ido tragando las fachadas.
Los últimos dos kilómetros fueron romperodillas, un descenso rocoso y empinado, un camino en el que daba la sensación de estar encajonada entre muros de piedra. Al final, nos esperaba un paisaje que quita el aliento, con el río Miño como protagonista.
Atravesé el puente de hormigón con el sol sobre la espalda, dando los últimos pasos en voto de silencio, agradeciendo por la jornada y las señales celestiales. Lo hice mientras la fuerte brisa me despeinaba y me daba la bienvenida a Portomarín, un pueblito al que llegué luego de subir una empinada escalinata de granito.
Me despedí de Noemí, haciendo la promesa de encontrarnos después de una ducha y una siesta. Un par de horas después, ya renovada y oliendo a fresco, acudí a la cita con mi melliza cósmica. Allí llegaron Juan Carlos y Sol. Dos seres tan divertidos como sus historias, tan energéticos como sus nombres y tan apasionadamente españoles como nuestra cena.
Al son de la pandereta, el vino gallego, los pimentones al padrón, las zamburiñas y la torta de Santiago, celebramos el coincidir. Un tanto alegres y entonados, regresamos a nuestros hoteles sin hacer planes de reencuentro, dejando que el destino decida si nuestros caminos se volverán a encontrar.
Justo antes de irme a dormir, salgo a la terraza de mi habitación. Allí me espera la misma luna llena que esta madrugada fue esquiva, redondita, brillante y cautivadora. Se asomó a medianoche por el balcón de mi habitación para darme las buenas noches y desearme “buen camino”.
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