Caminante no hay camino…

Esta historia se empezó a escribir en un invierno a principios de siglo, en una habitación de estudiante en Burdeos. Allí, sobre un colchón inflable y muebles de segunda mano, me dejé cautivar por las frases de Coelho y su Peregrino: “La única manera de seguir nuestros sueños es ser generosos con nosotros mismos“.

Sin embargo, por un par de décadas fui mezquina, buscando excusas para no cumplir esa promesa de veinteañera. Los años transcurrieron menospreciando mi anhelo de juventud, hasta que durante una sesión de coaching, volví a sentir la nostalgia por ese pedazo de historia que no había escrito. Fue así como decidí peregrinar, salir en soledad, en busca de un eclipse de luna, un atardecer al final de la tierra, una estrella fugaz y las señales de la Vía Láctea, que conducen a la tumba sagrada de un Apóstol.

Las palabras graves, agudas y esdrújulas que componen mi relato también se han hecho esperar un año entero. Pero hoy, noche de luna nueva, dejo la avaricia y comparto con usted, señor lector, esta oda a mi caminar, que sirve como antídoto al olvido. Decido con verbos y adjetivos honrar el silencio sagrado e hipnótico en el que me sumergí.

Viajé desde Bruselas a Madrid y luego hasta Galicia, atravesé España de centro a noroeste, en un tren veloz con pico de ave. Pegada a la ventana experimenté con curiosidad de párvula, admiré el paisaje de ríos caudalosos, viaductos, montañas de esmeralda y picos rugosos.

Mis pensamientos fueron tan rápidos como ese vagón, el número cinco. En mi recorrido ferroviario, caracoleaba entre mis notas de viaje, mensajes de WhatsApp y mis pensamientos. Entre tanto saltimbanco mental, decidí conectarme con mis latidos, levanté varias veces la mirada para encontrarme con abullonadas colinas y sus molinos de viento, esos gigantes de grandes brazos que inspiraron a Cervantes.

Al final del viaje en tren llegué a Sarria, mi primer punto de partida, esa misteriosa aldea desde donde empezaba mi periplo a pie, el 16 de mayo de 2022. Desde esta comarca me interné en bosques y praderas, recorriendo con mis zapatos de montaña un centenar de kilómetros, andando con morral al hombro y sumándole trescientos mil pasos al itinerario de mis pies popochos, de uñas cortas y poco fotogénicas.

Durante seis días, recorrí una porción de esta ruta medieval, expectante y con un salpicón de sentimientos: ansiedad, miedo, cansancio y felicidad plena. Peregriné a diario con la única intención de dar cada paso en plena conciencia, siguiendo, pues, el mantra de “estar aquí y ahora”.

Durante mi marcha por la ruta jacobea mantuve los ojos bien abiertos, algo desconocido para mí, pues soy de las que los cierra al besar y al hacer el amor. Estuve siempre atenta al camino, al sinfín de señales divinas, a cada ángel de carne y hueso y a cada lágrima que recorrió mis mejillas.

Entre tantas señales, el nombre de mi papá y sus mensajes se colaron en mi marcha, en la tienda de la esquina, en el folder de publicidad y en esas conversaciones con pinceladas de espejismo. También fueron vocablos del universo los caracoles, el vuelo de golondrinas, las serenatas de mirlos, las rosas perfumadas y ese clavel rojo carmesí que adornó mis trenzas de mochilera.

En esta aventura en soledad, me dolieron músculos que ni siquiera sabía que existían, me liberé de duelos que no tenía presentes, me perdoné y perdoné a otros, me dejé hipnotizar por el canto del viento y me dejé hechizar por la sabiduría de cedros y eucaliptos.

En cada alborada, dediqué mi caminar hacia el oeste, a las personas importantes de mi vida, para encarar con mis pasos sobre el Camino Francés mis limitaciones autoimpuestas e inventadas.

Y fue así como durante un año Jacobeo, terminé mi peregrinar pasando por la puerta santa de la Catedral de Santiago de Compostela, el viernes 20 de mayo de 2022. Al ser coherente con mi sentir y con mis metas, obtuve un diploma, un par de nuevos amigos y hasta la indulgencia por pecados y fechorías.

Doce meses después, heme aquí, honrando ese recorrido, viendo en el carrete de mi teléfono las memorias de mi renacer. Preguntándome por qué tardé tanto en escribir estas palabras. La conclusión es simple: al no hacerlo, estaba perpetuando la experiencia en mi mente, estaba creyendo que el camino aún no había terminado. Estaba, pues, evitando esta nostalgia, ese síndrome de Stendhal, esa sobredosis de belleza y magia, sentimientos apasionados que solo producen la llegada a la Plaza del Obradoiro, o al kilómetro cero en el faro de Finisterre.

Mi silencio de doce meses quiso custodiar cada segundo vivido, así como lo hice al guardar en mi mesa de noche la vieira, la credencial de peregrina, las conchas de la playa de Langosteira y mi diploma. Quise mantener estas memorias a salvo en este cajón, para que nunca se conviertan en olvido, para revivirlas cada vez que cierre los ojos.

Según Coelho, “el secreto de cualquier conquista es el más simple del mundo: saber qué hacer con ella“. Así que teclear estas palabras es mi segunda conquista, compartirlas con usted. Así que, querido lector, con estas memorias, vuelvo a recorrer el Camino Jacobeo, espero que usted lo disfrute tanto como yo.

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2 thoughts on “Caminante no hay camino…

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  1. Me encanta la forma en que narras tus experiencias. En esta ocasión parece que te has guardado mucho más y me dejas con la curiosidad de saber qué hace tan atractivo el Camino de Santiago.

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